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domingo, 8 de abril de 2012

PERDIMOS LA CAPACIDAD DE ASOMBRARNOS Por Alberto Asseff

Siempre existieron, acá y en todos los lares, bajezas, lacras y situaciones repudiables. De toda naturaleza e índole. Empero, acá y en todas partes, ante esas vilezas, hubo y hay reacción, expresada en rechazo y sanción. Y, sobre todo, se produjo y produce un virtuoso efecto: indignación.
La indignación es prueba de vigor y fortaleza. El crimen tiene el límite de la indignación, máxime cuando es social.
En la querida Argentina de nuestro tiempo, en contraste, se incrementa la indiferencia y merma la capacidad de asombro. Asombrarnos ante una tropelía o un crimen es la antesala de la mentada indignación. Sin asombro no existe reacción y sólo sobreviene la apatía, la displicencia.
A nosotros nos parece que es el pan de cada día que se corte el tránsito de personas y bienes. La libertad de transitar es uno de los derechos civiles y comerciales más prominentes, al punto que figura en el podio del luminoso artículo 14 de la Constitución.
Primero fue un tímido corte parcial de media calle lateral. Luego interrupción total. Avanzando, se impidió el tránsito por una avenida marginal. Después, fue una arteria principal. Siguió con la avenida 9 de Julio, pero una sola mano. La afectación abarcó más adelante a las dos manos. Hasta que llegaron las autopistas, incluyendo las del sistema nervioso de las comunicaciones argentinas como la Panamericana. Ahora es el turno del impedimento para circular de los trenes suburbanos. El despliegue del piquete es fenomenal. ¡El piquete triunfa sobre la Constitución! Ya convive con nosotros, es parte de nuestra cotidianeidad. Se sienta a nuestra mesa y nos trata de che.
La protesta social también experimentó su ‘evolución’. Al principio era una tibia reunión en la cual más o menos respetuosos oradores usaban como única y toda arma la palabra. Daban su discurso y los protestantes, con la satisfacción legítima de su protesta cumplida, se dispersaban en completo y cívico orden. Hoy son encapuchados feroces, vandálicos, aterrorizadores, munidos, no ya de palos, sino de bombas molotov.
Antes la corrupción consistía en un sobreprecio de una provisión para el Estado o una licitación amañada. Hoy es la tajada de varios leones hambrientos y voraces, que apetecen y codician quedarse con todo, incluyendo el trabajo de cada uno de nosotros.
Lo del león no es una alegoría. Quieren llevarse la parte mayor. Por eso desde Roma se conoce como ‘leonina’ a la relación desprorcionada entre un débil y un poderoso. En la Argentina actual hay un poderoso que, escudado en el Estado – al que bastardean -, pretende, por las más diversas vías, la mayoría tipificadas por el Código Penal, apropiarse prácticamente del país. Eso sí, sin perjuicio de que nosotros debemos trabajar fuerte para alimentar esa voracidad.
Lo del vicepresidente es el último caso de este sistema perverso. Una empresa quebrada y largamente deudora de todos nosotros porque evadió impuestos y cargas sociales, resucita, mucho antes de Pascua, de la mano del vicepresidente, quien además le asegura un multimillonario contrato, sin licitación, obviamente.
En esta Argentina que perdió la capacidad de asombrarse y por tanto de indignarse proficuamente – es decir, no para lanzar piedras, sino para corregir la dirección y darle otro sentido de marcha al país -, el común denominador que fogonea y nutre a este declive nacional es la impunidad.
Nadie va preso – ni siquiera hacen el ‘teatro’ de procesarlo – por tirar bombas incendiarias, pegar palazos, herir a policías y transeúntes, impedir el tránsito por autopistas, rutas, avenidas y calles y hasta vías férreas. Tampoco nadie es castigado por defraudar al Estado, por negociar incompatiblemente con la función pública que desempeña. Absolutamente nadie ha caído entre rejas por enriquecerse ilícitamente y salvo un caso, nunca existió un resarcimiento a la sociedad vía recuperar lo mal habido.
Lógicamente, esta realidad se mira por la televisión. Y los primeros que se anotician son los chicos, que ven más la pantalla que leer los libros. El resultado es dramático: se está deformando a dos generaciones, los niños y los adolescentes. Así no habrá educación que valga, más allá que la pobre también está decayendo en su calidad.
Si aspiramos a mutar – yo me alineo en esas filas del cambio -, lo primerísimo que debemos hacer es darle combate a la matriz de toda esta decadencia. Tiene género femenino, pero está a años luz de poseer la bondad y la belleza de la mujer. Se llama la impunidad.
Nuestra enemiga es la impunidad. Hay que derrotarla.
Diputado nacional (Compromiso Federal-PNC UNIR)

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