Corre febrero de 1829. Anclado en la rada del puerto de Buenos Aires, cerca de la boya de cabecera, está el buque de carga inglés Countess of Chichester, partido de Falmouth en diciembre y arribado en enero. Un pasajero del buque, con documentos extendidos a nombre de “José Matorras” (José de San Martín), permanece a bordo sin decidirse a desembarcar.
El país (las jóvenes Provincias Unidas del Río de la Plata) se halla desgarrado por pujas de poder y pujas comerciales de los pequeños caciques políticos. Advertidos de la posible llegada de San Martín, mandaron a colgar un cartel muy cerca de la catedral, recriminando al general sus “cinco años de ausencia” y sugiriendo que recién se animó a volver a la patria “firmadas las paces con el Brasil”.
Dos leales subordinados de San Martín en sus campañas, el coronel Manuel de Olazábal (29) y el mayor José Antonio Álvarez de Condarco (49), enterados de su presencia, deciden ir a visitarlo en secreto.
Camino al puerto, al pasar por el viejo mercado de la plaza de la Victoria, compran fragantes duraznos mendocinos, que llevarán como un saludo de la tierra a ese hombre sencillo, que ha sabido rechazar los halagos mezquinos de la fama y los privilegios.
No podemos saber qué hablaron aquellos oficiales del disuelto Ejército Libertador con su jefe. Sólo sabemos que se despidieron con lágrimas en los ojos. Condarco debió tomar por los hombros y separar al joven Olazábal, quien no terminaba de abrazar, desconsolado, a su General.
Lo concreto, lo que quedó registrado, es que San Martín decidió no desembarcar en Buenos Aires y volvió en ese mismo buque inglés a Montevideo, donde permaneció un tiempo más antes de retornar definitivamente a Europa.
Antes de cruzar de nuevo el océano, alcanzó a escribir en Montevideo algunas cartas, una de ellas dirigida al general Tomás Guido. En esa carta, donde responde a la oferta que le ha hecho el general Juan Lavalle de hacerse cargomanu militari de la gobernación de Buenos Aires, están vivos el pensamiento y espíritu de San Martín. Transcribiremos algunos pasajes:
Militar sí, golpista no
“Las agitaciones -escribe San Martín- en diecinueve años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido y, más que todo, las difíciles circunstancias en que se halla en el día nuestro País, hacen clamar a lo general de los hombres (...) no por un cambio en los principios que no rigen (y que en mi opinión es donde está el verdadero mal) sino por un gobierno vigoroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra. Igualmente convienen (y en eso todos) que para el País pueda existir, es de absoluta necesidad, que uno de los dos partidos en cuestión desaparezca; al efecto, se trata de buscar un salvador que reuniendo el prestigio de la victoria, el concepto de las provincias y, más que todo, un brazo vigoroso, salve la Patria de los males que la amenazan: la opinión presenta este candidato: él es el general San Martín (...) Ahora bien, partiendo del principio de ser absolutamente necesario el que desaparezca uno de los dos partidos contendientes por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública, ¿será posible que sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos y, cual otro Sila, cubra mi patria de proscripciones? No, jamás, jamás. Mil veces preferiré envolverme en los males que la amenazan que ser yo el instrumento de tamaños horrores...”
“Mi Amigo, veamos claro: la situación de nuestro País es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que el de apoyarse sobre una facción o renunciar al mando; esto último es lo que yo hago. Años hace que V. me conoce con inmediación y le consta lo indócil que soy para suscribir a ningún partido (...) No faltará algún Catón que afirme tener la Patria un derecho de exigir a sus hijos todo género de sacrificio; yo responderé que esto, como todo, tiene sus límites, que a ella se debe sacrificar sus intereses y vida, pero no su honor y principios...”
“He realizado 5.000 pesos en metálico y con el sacrificio que puede V. ver por el cambio del día, con ellos y lo que me reditúen mis bienes, pienso pasar al lado de mi hija los dos años que juzgo necesarios para completar su educación. Finalizado este tiempo, regresaré al País en su compañía, bien designado a seguir la suerte a la que me halle destinado, en este intermedio no faltarán hombres que aprovechándose de las lecciones que la experiencia les ofrece, pongan la tierra a cubierto de los males que experimenta. Ésta es mi esperanza; sin ella y sin el sueño (como dice un filósofo) los vivientes racionales dejarían de existir...”
Uno de nuestros Padres. Un padre
Cruzó los Andes a lomo de mula y por momentos en camilla. Nada de caballito blanco. El sombrero era un sombrero lapacho, sencillo, el mismo que usaban los paisanos. La gota le impedía levantar el brazo derecho y tomaba láudano (jarabe elaborado con una opiácea) para calmar los dolores. Su matrimonio estuvo signado por la ausencia y la pérdida. No así su paternidad, que ejerció con responsabilidad y desvelo, hasta el último día. En ese difícil arte de renunciar a honores y prebendas (lo mismo que el Che, valga la insolente comparación), San Martín acumuló en vida un rosario de medallas morales. Recordemos aquí algunas:
No quiso ocupar la residencia especial que le preparó el Cabildo de Mendoza, cuando fue a preparar el Ejército de los Andes. Asimismo, se negó a cobrar una compensación por la mitad del sueldo militar que había dejado de recibir por propia decisión. Y del producido de la finca rural en la que habitaba, pidió que la tercera parte se destinara al Hospital de Mujeres y al pago de un vacunador que previniera por el azote de viruela.
Rechazó 10.000 pesos oro para “gastos de viaje” que le ofreció el Cabildo de Santiago de Chile, después del triunfo de Chacabuco. Pidió que se destinaran a fundar la primera biblioteca pública de esa ciudad, origen de la actual Biblioteca Nacional de Chile.
Renunció al título de Protector del Perú y se negó a que lo nombraran Dictador del Perú (como se estilaba, imitando las categorías del Imperio Romano). También renunció a ser nombrado Director Supremo de Chile. Y declinó el ofrecimiento de ser Plenipotenciario de la Confederación Argentina y canciller del gobierno de Rosas.
Luego del triunfo de Maipú, en tierras trasandinas, al caer en su poder el archivo secreto de Osorio, con los nombres de los confidentes e informantes que tenía el Ejército Español, lo mandó a incinerar, invitando a deponer enfrentamientos entre hermanos, para poder construir.
En nuestra hagiografía es el Santo de la Espada, el Gran Capitán, el Padre de la Patria. Preferimos recordarlo, desde esta página, como a un hombre común, alguien que supo construirse y edificarse a sí mismo como líder y conductor. Uno de nuestros Padres. Un padre.
Escribe Rodolfo Terragno, en su investigación titulada Maitland y San Martín: “En los doce años transcurridos entre su partida a bordo de la George Canning y su regreso a Londres, San Martín llevó a la práctica el plan anticipado, en 1800, por aquel escocés, Maitland, que murió en Ceilán el 21 de enero de 1824, pocos meses antes del regreso de San Martín a Inglaterra (...) Es posible, por lo tanto, que San Martín haya coincidido con Maitland sin saberlo. Sería, sin embargo, una coincidencia asombrosa...”
En 1929, más de medio siglo antes del descubrimiento de Terragno, un capitán del Ejército Argentino, Leopoldo Ornstein, profesor del Colegio Militar, publicó en dos tomos su obra La campaña de los Andes a la luz de las doctrinas de guerra modernas. Allí extrae conclusiones que nos permiten valorar el genio de San Martín y poner la debida distancia con la receta del ignoto granadero británico y administrador Peregrine Maitland.
“La organización económica de la provincia de Cuyo -dice Ornstein- para extraer de ella los elementos y recursos necesarios a la realización de esta campaña, es digna de estudio. El concepto de ‘la nación en armas’ lanzado al mundo militar por el mariscal Von der Goltz, ha tenido su consagración en Cuyo, medio siglo antes. La intervención de todas las actividades en la preparación de la campaña y la contribución directa de todos los cuyanos ‘sin distinción de sexo ni edades’, es digna de los tiempos espartanos...”
Es que el carácter de las guerras de independencia y liberación (tales las que condujeron nuestro general San Martín y nuestro Manuel Belgrano), no puede ser adjudicado ni definido en un laboratorio, ni en una escuela militar. Las guerras coloniales, como ésas que planeó el granadero Maitland, eran guerras de invasión. Eran otras guerras.
José de San Martín, maestro de moral y de política para todos los argentinos, sigue entregándonos sus lecciones, sin plazos ni condicionamientos. Sigue enseñándonos, a quienes estemos dispuestos a aprender.
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