Estamos en la segunda década del s.XXI y seguimos sin proyectos. No se puede vivir plena y cabalmente sin proyectos. Esa adolescencia nos impide tener un sur (lo digo así expresamente ya que ¿por qué sólo el norte es sinónimo de orientación? En todo caso la orientación estaría en el este…).
No sería para nada ocioso ni declarativo que nos pusiéremos metas en todos los campos y áreas de nuestra vida común.
Metas a diez o quince años en calidad educativa mensurada mediante diversos parámetros, tales como deserción escolar, disciplina, rendimiento de alumnos y maestros, grado de integración de la comunidad educativa abarcando a toda la familia, capacitación del magisterio y mucho más. En salud y prevención de enfermedades y adicciones, incluyendo la racionalización en la asignación de los recursos cuantiosos que aplicamos al sector. En cultura del trabajo, medida por la traslación gradual de la ayuda al empleo laboral efectivo. En convivencia y seguridad a través del descenso de la violencia y conflictividad social y vecinal y en el delito. En profesionalismo y actitud a través de una incitación colectiva a trabajar con amor y dedicación por lo que hacemos. En productividad mediante el sencillo expediente de economizar recursos para obtener mejores resultados. En reducción del déficit de tres millones de viviendas. En modernización de la infraestructura y el transporte ineludibles para potenciar al país y dinamizar su economía. En creación de miles y miles de nuevas pymes productivas. En desburocratización y descentralización político-administrativo-económico-demográfica (¿vamos a asistir desidiosos a la desmesura desquiciante del crecimiento del Área Metropolitana?). En integración cultural, política y económica de América del Sur. En reforma política y también judicial (¡habría que poner un límite temporal a los juicios! Justicia es sentencia oportuna).
En un sinfín de asuntos la Argentina requiere proyectos. Inclusive hasta en cuestiones que a primera vista pueden parecer nimias a la luz de los objetivos grandilocuentes: reducción de la obesidad de la población; la vida sedentaria; el consumo de alcohol; los accidentes viales; la suciedad urbana.
También tendríamos que proyectar metas en una cuestión algo abstracta, pero de la que penden y dependen muchos hechos concretos: la calidad institucional y el respeto a las leyes.
Otra cuestión mayúscula es la impunidad, matriz perversa de todas las patologías sociales comenzando por la malversación y/o defraudación de los recursos públicos. ¿No llegó la hora de ponerle fin?
Existen centenas de asuntos en los que debemos establecer objetivos, único modo de medir por los resultados. Una buena gestión tiene una vara: lo que va de lo prometido y fijado al comienzo, cotejado con el balance final que consigna los hechos reales producidos.
Los partidos políticos antes de concurrir a una elección sancionan la llamada “plataforma” o programa y están obligados a comunicárselo a la Justicia Electoral que a su vez lo publica en la página web. ¿Para qué esta formalidad si nunca nadie o autoridad alguna llama a los elegidos para que rindan cuentas del cumplimiento de esa plataforma? Es como tantas, letra muerta. Hipocresía disfrazada de formalismo legal.
La sensación que nos embarga es que andamos a tientas y muchas veces a locas hacia una parte tan difusa que hasta se parece mucho a la nada. Nos falta misión colectiva lo cual desmadra las misiones personales. Es harto difícil compatibilizar millones de misiones individuales y miles de sectoriales cuando carecen de un marco genérico que las contenga. Este genérico no es otro que el proyecto común. El proyecto es ordenador por excelencia.
Proyecto común no implica -¡para nada! – segar o truncar aspiraciones y legítimas ambiciones individuales o sectoriales. Supone, sí , articularlas.
No hay cuerpo sin articulación. Si no tuviéramos columna vertebral no podríamos existir. Seríamos semejantes a una ameba, ese conocido protozoo. Sólo hay sociedad si se la vertebra moral, cultural, institucional, legal y políticamente. El proyecto colectivo es vertebrador por antonomasia. Su ausencia significa un factor de inepcia funcional para ese colectivo.
Claro es que un proyecto reclama políticas de Estado. No se concibe un proyecto de verdad y en serio para un bienio o a lo sumo cuatro años. Tampoco puede montarse a horcajadas de una meta partidista y/o personal – permanecer doce o dieciséis años en el podio del poder. Un proyecto es inmensamente más trascendente y plausible. Está pensado para el país, no para la bandería o para la persona.
Alguna vez lo dijimos: la Argentina clama – a veces con sordina, otras pocas estentóreamente – por ambición nacional y no por codicia personal.
El proyecto común debe trasuntar y sustentar la ambición nacional.
*El autor es diputado nacional electo por la provincia de Buenos Aires
Y vicepresidente del partido nacional UNIR
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