Debate. La reciente publicación de Constitución y
política (Hydra), recopila dos textos de 1853 –Comentarios a la Constitución y
Estudios sobre la Constitución argentina, de Sarmiento y Alberdi,
respectivamente–, el mismo año en que se promulgó la primera Carta Magna. Un
debate notable entre dos grandes pensadores del siglo XIX.
Domingo Faustino
Sarmiento
No bien hubimos
abierto la primera página de la Constitución federal, sancionada por el
Congreso de Santa Fe en mayo y jurada por las provincias en julio, cuando nos
vino de súbito la idea primordial que encierran las subsiguientes páginas.
“¡Eureka!”, pudimos exclamar, no en relación a nosotros, sino con respecto al
Congreso, por cuanto es, en efecto, el Congreso, quien ha señalado y abierto un
camino anchísimo al adoptar no sólo las disposiciones fundamentales de la
Constitución de los Estados Unidos, sino la letra del preámbulo y de gran
número de sus disposiciones constituyentes.
Permítasenos una palabra en explicación de nuestros motivos actuales para examinar la obra del Congreso de Santa Fe y de nuestro silencio antes de ser discutida y adoptada la Constitución. De lo primero es motivo suficiente nuestro deseo de fijar puntos dudosos que su texto encierra, hacer resaltar la oportunidad y acierto de muchas de sus cláusulas y poner de manifiesto los poquísimos pero capitales errores que inutilizan, a nuestro humilde juicio, toda la obra. Por lo que respecta a nuestro pasado silencio, baste tener presente que habíamos sido nombrados diputados al Congreso Constituyente por elección unánime de nuestro país y descartados por una política asustadiza e invasora, haciéndose por ello cuestión de decoro la de andarnos desde Chile entrometiéndonos en emitir opiniones sobre lo que se nos había impedido hacer como función de nuestro carácter propio de diputado.
No es tanto el texto de las Constituciones políticas lo que hace la regla de los poderes públicos, como los derechos de antemano conquistados y las prácticas establecidas. De aquí viene que en Inglaterra no hay Constitución escrita, y es el país constitucional y libre por antonomasia; de aquí procede también que en los Estados Unidos sea un hecho conocido que la Constitución no ha sido traspasada por la administración sino dos veces, y aun éste es punto muy disputado entre los estadistas. En los otros países, empero, la Constitución precede a la posesión de los derechos que asegura, sirviendo sólo de báculo para atravesar, no sin dificultad, el fango de costumbres y malos hábitos que obstruyen el camino.
La arbitrariedad de la administración se desliza tras ella, disculpada y justificada por la exageración de las pretensiones de libertad de los gobernados, que no pocas veces sostienen con mayor tesón lo que es pura licencia y libertinaje político que verdaderos derechos y libertad real. De este hecho hemos visto muchos casos en Chile, no obstante estar constituido de veinte años a esta parte. Procede el mal de fuente conocida. ¿Quién me dice a mí que tal o cual es el sentido genuino de tal artículo de la Constitución y su preciso y estricto valor? ¿El Gobierno? ¡Bah! Es porque así le conviene. ¿La oposición? Es porque son facciosos y quieren desquiciar el poder. Incriminándose así los partidos no hay, pues, autoridad generalmente acatada; porque no hay decisión del caso, no hay jurisprudencia. Otros veinte años más de tanteos dejarán establecida una secuela administrativa que puede estar más o menos de acuerdo con el espíritu o la letra de la Constitución.
No sucede así, empero, con la Constitución federal de los Estados Unidos. En posesión aquellos países de las libertades inglesas, aseguradas por una larga práctica y confirmadas por la resistencia formidable que opusieron a los avances de la Corona, la Constitución era simplemente el prontuario en que quedaban consignados los hechos dominantes y los principios que los regían.
Pero de nada nos serviría el conocimiento de estas verdades si parase en eso solo. La Constitución federal de los Estados Unidos ha recibido la sanción del tiempo, y en su transcurso, pasado por la criba del examen cada una de sus frases, cada una de sus cláusulas, cada una de sus palabras. Centenares de volúmenes se han escrito comentándola, ilustrándola, y durante sesenta años los tribunales federales han dado decisiones judiciales sobre las materias regidas por aquella Constitución.
A tal grado de perfección llega hoy esto, que los partidos políticos no discuten cuestión alguna que a la Constitución se refiera ni a la mayor o menor laxitud en la práctica. Todos los partidos están de acuerdo sobre lo que en el resto del mundo es motivo o pretexto ordinario para las revoluciones y el despotismo.
Ahora pues, si nuestro país se constituye bajo el sistema federal, y si adopta en su carta constitucional hasta la letra de aquella otra Constitución, ya discutida, ya fijada, ya probada, resulta necesariamente que toda la labor de aquella sociedad, que toda su ciencia y experiencia viene, a la par de la Constitución, a servir de apoyo a la nuestra. La Constitución vendría a ser, pues, para nuestros males, lo que aquellas tisanas que traen, envolviendo el frasco que las contiene, la instrucción para enseñar la manera de usarlas.
Permítasenos una palabra en explicación de nuestros motivos actuales para examinar la obra del Congreso de Santa Fe y de nuestro silencio antes de ser discutida y adoptada la Constitución. De lo primero es motivo suficiente nuestro deseo de fijar puntos dudosos que su texto encierra, hacer resaltar la oportunidad y acierto de muchas de sus cláusulas y poner de manifiesto los poquísimos pero capitales errores que inutilizan, a nuestro humilde juicio, toda la obra. Por lo que respecta a nuestro pasado silencio, baste tener presente que habíamos sido nombrados diputados al Congreso Constituyente por elección unánime de nuestro país y descartados por una política asustadiza e invasora, haciéndose por ello cuestión de decoro la de andarnos desde Chile entrometiéndonos en emitir opiniones sobre lo que se nos había impedido hacer como función de nuestro carácter propio de diputado.
No es tanto el texto de las Constituciones políticas lo que hace la regla de los poderes públicos, como los derechos de antemano conquistados y las prácticas establecidas. De aquí viene que en Inglaterra no hay Constitución escrita, y es el país constitucional y libre por antonomasia; de aquí procede también que en los Estados Unidos sea un hecho conocido que la Constitución no ha sido traspasada por la administración sino dos veces, y aun éste es punto muy disputado entre los estadistas. En los otros países, empero, la Constitución precede a la posesión de los derechos que asegura, sirviendo sólo de báculo para atravesar, no sin dificultad, el fango de costumbres y malos hábitos que obstruyen el camino.
La arbitrariedad de la administración se desliza tras ella, disculpada y justificada por la exageración de las pretensiones de libertad de los gobernados, que no pocas veces sostienen con mayor tesón lo que es pura licencia y libertinaje político que verdaderos derechos y libertad real. De este hecho hemos visto muchos casos en Chile, no obstante estar constituido de veinte años a esta parte. Procede el mal de fuente conocida. ¿Quién me dice a mí que tal o cual es el sentido genuino de tal artículo de la Constitución y su preciso y estricto valor? ¿El Gobierno? ¡Bah! Es porque así le conviene. ¿La oposición? Es porque son facciosos y quieren desquiciar el poder. Incriminándose así los partidos no hay, pues, autoridad generalmente acatada; porque no hay decisión del caso, no hay jurisprudencia. Otros veinte años más de tanteos dejarán establecida una secuela administrativa que puede estar más o menos de acuerdo con el espíritu o la letra de la Constitución.
No sucede así, empero, con la Constitución federal de los Estados Unidos. En posesión aquellos países de las libertades inglesas, aseguradas por una larga práctica y confirmadas por la resistencia formidable que opusieron a los avances de la Corona, la Constitución era simplemente el prontuario en que quedaban consignados los hechos dominantes y los principios que los regían.
Pero de nada nos serviría el conocimiento de estas verdades si parase en eso solo. La Constitución federal de los Estados Unidos ha recibido la sanción del tiempo, y en su transcurso, pasado por la criba del examen cada una de sus frases, cada una de sus cláusulas, cada una de sus palabras. Centenares de volúmenes se han escrito comentándola, ilustrándola, y durante sesenta años los tribunales federales han dado decisiones judiciales sobre las materias regidas por aquella Constitución.
A tal grado de perfección llega hoy esto, que los partidos políticos no discuten cuestión alguna que a la Constitución se refiera ni a la mayor o menor laxitud en la práctica. Todos los partidos están de acuerdo sobre lo que en el resto del mundo es motivo o pretexto ordinario para las revoluciones y el despotismo.
Ahora pues, si nuestro país se constituye bajo el sistema federal, y si adopta en su carta constitucional hasta la letra de aquella otra Constitución, ya discutida, ya fijada, ya probada, resulta necesariamente que toda la labor de aquella sociedad, que toda su ciencia y experiencia viene, a la par de la Constitución, a servir de apoyo a la nuestra. La Constitución vendría a ser, pues, para nuestros males, lo que aquellas tisanas que traen, envolviendo el frasco que las contiene, la instrucción para enseñar la manera de usarlas.
Juan Bautista Alberdi
En el libro del señor
Sarmiento hay dos cosas. Hay un comentario y hay un ataque a la Constitución
argentina de 1853. Importa señalar la existencia de esas dos cosas para depurar
el comentario de lo que no es él y de lo que es opuesto a toda idea de comento.
Es preciso no dejar nacer la costumbre de arruinar la ley so pretexto de
explicarla.
Voy a demostrar que en el comentario hay un error fundamental, y en el ataque, la injusticia de la pasión de partido.
Comentar es interpretar, explicar, glosar; jamás atacar. El comentario es el amigo, el ángel guardián de la ley, que no admite en ella sentido alguno que no sea bueno y sano. Como intérprete, participa de la imparcialidad del juez y no debe ser nunca el enemigo de su oráculo. De ahí es que la judicatura ha dado a luz a los mejores comentadores. Blackstone y Story han sido jueces.
Pero no basta ser juez para ser comentador, como no basta ser honrado para ser un matemático. Esos sabios fueron comentadores porque conocían a fondo la ciencia del derecho que comentaban. José Story, muerto en 1845, fue profesor de Jurisprudencia en la Universidad de Harvard, en Cambridge, y autor de varias obras célebres de jurisprudencia.
Comentar las leyes (políticas o civiles, no importa el género) es materia de una ciencia que, como las demás, reconoce fuentes naturales de investigación. Veamos cuáles son y si el señor Sarmiento las ha consultado u omitido en su plan de comento.
Las fuentes naturales de comento son: (1) la historia del país; (2) sus antecedentes políticos; (3) los motivos y discusiones del legislador; (4) los trabajos preparatorios de los publicistas; (5) las doctrinas aplicadas a la ciencia pública; (6) la legislación comparada o la autoridad de los textos extranjeros y sus comentadores. Éstas son las fuentes en que la ley toma origen y en que sus disposiciones encuentran la luz supletoria de su texto brevísimo. Abrid los buenos comentarios de todos los códigos: no hallaréis uno que no se provea de estas fuentes.
Toda población que no se ha formado la víspera de darse la ley y que cuenta algunos siglos de existencia posee necesariamente una Constitución normal según la cual ha sido gobernada, bien o mal; según la cual se ha administrado justicia, se han establecido sus rentas, se ha ejercido la acción del poder público. Esos antecedentes forman una de las bases de su Constitución bajo cualquier régimen y acompañan durante toda su vida al Estado, como el genio y la figura acompañan al hombre hasta su fin. Esta comparación no es mía, es de M. Tocqueville, que la aplica justamente a los Estados Unidos al tiempo de explicar los orígenes de su actual Constitución por el modo de ser primitivo de los pueblos de Norteamérica. Es lo que él llama el punto de arranque o punto de partida en la organización política.
Desde la formación de nuestras colonias nos ha regido un derecho público español, compuesto de leyes peninsulares y de códigos y ordenanzas hechos para nosotros. Somos la obra de esa legislación, y aunque debamos cambiar de fines, los medios han de ser por largo tiempo aquellos con que nos hemos educado.
Por cuarenta años, durante la revolución, hemos ensayado nuevas leyes fundamentales. No se puede decir que hayan pasado sin dejarnos algo, cuando menos usos y prácticas, creencias y propensiones.
Todo eso es fuente de nuestro derecho público y base natural de sus disposiciones, si han de ser nacionales y estables.
Los motivos de las leyes contenidos en las discusiones tenidas por el legislador para su sanción, los trabajos preparatorios de los publicistas que han auxiliado al legislador son el medio más genuino y puro de comento. Así vemos que ningún comentador sabio del día deja de tomarlos en cuenta. Esos trabajos son los verdaderos documentos justificativos de las leyes, los que contienen su historia y revelan toda su mente.
Los textos extranjeros, o bien sea la legislación comparada, son un medio de comento en política como en derecho privado. Pero la ley extraña debe ser interrogada siempre después de la ley propia, y nunca una sola con exclusión de otras. No hay doctrina, hay plagio, cuando no hay generalidad en los textos consultados. Muchas Constituciones extranjeras explican la nuestra con más razón que la de Estados Unidos, a pesar de ser federal en parte; pero ninguna la explica tanto como la misma Constitución normal anterior, en cuya dirección había encaminado al país el programa de su revolución fundamental.
Tenemos una serie de textos constitucionales, proclamados durante la revolución, que forman como nuestra tradición constitucional y que sin duda alguna han entrado por mucho en la confección de la moderna Constitución y deben naturalmente servir a su comento.
Voy a demostrar que en el comentario hay un error fundamental, y en el ataque, la injusticia de la pasión de partido.
Comentar es interpretar, explicar, glosar; jamás atacar. El comentario es el amigo, el ángel guardián de la ley, que no admite en ella sentido alguno que no sea bueno y sano. Como intérprete, participa de la imparcialidad del juez y no debe ser nunca el enemigo de su oráculo. De ahí es que la judicatura ha dado a luz a los mejores comentadores. Blackstone y Story han sido jueces.
Pero no basta ser juez para ser comentador, como no basta ser honrado para ser un matemático. Esos sabios fueron comentadores porque conocían a fondo la ciencia del derecho que comentaban. José Story, muerto en 1845, fue profesor de Jurisprudencia en la Universidad de Harvard, en Cambridge, y autor de varias obras célebres de jurisprudencia.
Comentar las leyes (políticas o civiles, no importa el género) es materia de una ciencia que, como las demás, reconoce fuentes naturales de investigación. Veamos cuáles son y si el señor Sarmiento las ha consultado u omitido en su plan de comento.
Las fuentes naturales de comento son: (1) la historia del país; (2) sus antecedentes políticos; (3) los motivos y discusiones del legislador; (4) los trabajos preparatorios de los publicistas; (5) las doctrinas aplicadas a la ciencia pública; (6) la legislación comparada o la autoridad de los textos extranjeros y sus comentadores. Éstas son las fuentes en que la ley toma origen y en que sus disposiciones encuentran la luz supletoria de su texto brevísimo. Abrid los buenos comentarios de todos los códigos: no hallaréis uno que no se provea de estas fuentes.
Toda población que no se ha formado la víspera de darse la ley y que cuenta algunos siglos de existencia posee necesariamente una Constitución normal según la cual ha sido gobernada, bien o mal; según la cual se ha administrado justicia, se han establecido sus rentas, se ha ejercido la acción del poder público. Esos antecedentes forman una de las bases de su Constitución bajo cualquier régimen y acompañan durante toda su vida al Estado, como el genio y la figura acompañan al hombre hasta su fin. Esta comparación no es mía, es de M. Tocqueville, que la aplica justamente a los Estados Unidos al tiempo de explicar los orígenes de su actual Constitución por el modo de ser primitivo de los pueblos de Norteamérica. Es lo que él llama el punto de arranque o punto de partida en la organización política.
Desde la formación de nuestras colonias nos ha regido un derecho público español, compuesto de leyes peninsulares y de códigos y ordenanzas hechos para nosotros. Somos la obra de esa legislación, y aunque debamos cambiar de fines, los medios han de ser por largo tiempo aquellos con que nos hemos educado.
Por cuarenta años, durante la revolución, hemos ensayado nuevas leyes fundamentales. No se puede decir que hayan pasado sin dejarnos algo, cuando menos usos y prácticas, creencias y propensiones.
Todo eso es fuente de nuestro derecho público y base natural de sus disposiciones, si han de ser nacionales y estables.
Los motivos de las leyes contenidos en las discusiones tenidas por el legislador para su sanción, los trabajos preparatorios de los publicistas que han auxiliado al legislador son el medio más genuino y puro de comento. Así vemos que ningún comentador sabio del día deja de tomarlos en cuenta. Esos trabajos son los verdaderos documentos justificativos de las leyes, los que contienen su historia y revelan toda su mente.
Los textos extranjeros, o bien sea la legislación comparada, son un medio de comento en política como en derecho privado. Pero la ley extraña debe ser interrogada siempre después de la ley propia, y nunca una sola con exclusión de otras. No hay doctrina, hay plagio, cuando no hay generalidad en los textos consultados. Muchas Constituciones extranjeras explican la nuestra con más razón que la de Estados Unidos, a pesar de ser federal en parte; pero ninguna la explica tanto como la misma Constitución normal anterior, en cuya dirección había encaminado al país el programa de su revolución fundamental.
Tenemos una serie de textos constitucionales, proclamados durante la revolución, que forman como nuestra tradición constitucional y que sin duda alguna han entrado por mucho en la confección de la moderna Constitución y deben naturalmente servir a su comento.
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